Esto nunca
sucedió
Ella es casada.
Me lo recuerda a cada rato. Tiene un hijo. Me enseñó unas
fotos y luego me lo presentó. Tiene catorce años y lo primero
que me cuenta es: Si te conociera, te odiaría. Recuerdo que solté
una carcajada. Si de algo puedo vanagloriarme, es precisamente de tener
buenas relaciones con los niños, porque como bien dijo un amigo
ìtú no eres más que un niño. Un niño
crecidito, de treintaydos años, pero un niño a fin de cuentas.
Siempre me había imaginado una relación con una mujer casada
y hasta qué punto las cosas pueden volverse tortuosas. Ella es escritora.
La conocí en la inauguración de una expo, la de los pintores
malos, como la bauticé. El lugar en realidad parecía más
una oficina deshabitada que una nueva y flamante galería para Santiago.
En fin, ella era una de las personas que repartía el vino de honor,
en garrafas. En el momento en que me acerqué hablaba con dos tipos
a la vez:
-¿Que a qué me dedico? Soy escritora. Dramaturga y novelista
más bien, y tengo dos libros publicados.
Ella decía esto con una estúpida sonrisa entre los labios.
La observé detenidamente mientras hablaba. Pero la sed me mataba.
La primavera estaba por empezar. Exigí vino. Y cuando me pasó
el vaso plástico en cuestión, repuse con cierta desconfianza:
-¿Así que eres una escritora feminista casada?
Me quedó mirando. Pensaba ¿y éste cómo lo sabe?
La verdad fue que cuando me pasó el vaso con la mano izquierda,
el anillo matrimonial resaltaba tanto que había que ser ciego para
no verlo. Era grande. Concluí que se había casado bien. Compatibilidad,
mucha amistad, mentiras, ingredientes esenciales para un buen matrimonio.
Me alejé y ella me siguió para preguntarme si yo también
era escritor.
-¿Yo? Yo soy gásfiter le respondí.
-No te creo. Eres escritor, ¿cierto?
-¿Por qué lo dices?
-Sólo un escritor habría reparado en que soy feminista y
estoy casada.
Iba a decirle algo más, como que el anillo me parecía tan
grande que..., pero me contuve y admití que efectivamente era escritor.
-Lo sabía dijo saltando y volviendo a sonreír.
Después se acercó la dueña de la galería ñtambién
expositora- y le dijo que había que ir a comprar más vino.
Un amigo con quien yo había llegado se ofreció para acompañarla
y en el camino... No quiero contar lo que pasó en el camino.
Llegó con varias cajas de vino, acompañado por mi amigo.
Intuí que algo había pasado con él. Pero ella me enfrenta
y me pregunta desafiante: ¿Eres gay? Y con mi respuesta todo cambia.
Más bien, todo se precipita.
Ella es casada.
Me lo recuerda a cada rato. Parece que creyera que soy estúpido,
sordo, que padezco de alzheimer, o todas las anteriores. Después
de lo de expo, mantenemos correspondencia por casi un mes. Un día
me envía seis mails. Si alguien desea analizar nuestra correspondencia,
puede llamarme al 6380932, está a disposición de cualquiera,
en una carpeta que tiene por nombre CHILEAN WOMEN. En realidad debería
llamarse ìchilean womanî, porque ella es la única...
Parece que nuestros encuentros van de expo en expo. La veo en el cierre
de la de los pintores malos. Me ve llegar, se sonríe, me quiere
de una forma que aún no alcanzo a comprender. Todos me conocen.
Ahora hay botellas de espléndidos y costosos vinos.
Termino en su casa acostado a su lado, pero sobre la cama. En la mañana
me doy cuenta que trae puestos unos calzones rojos. ìSi usó
calzones rojos ñme dice una amiga días después- es
porque algo quería.î Estoy tan borracho esa noche que hasta
yo mismo me doy asco al recordarlo. En la mañana me ofrece café
y enseguida me enseña de nuevo la foto de su hijo. Hojeo una vieja
libreta de comunicaciones y leo: Estimada apoderada: Hoy Andrés
se tomó toda la leche y no tuvo deposiciones.
Me cago de la risa. Ella se pone seria y me dice que muy rara vez lee la
libreta de comunicaciones de su hijo y menos las viejas. Agrego que podría
hacer un cuento con todas las libretas que no ha leído. Entonces,
me pasa un libro que está escribiendo. No me gusta. Su literatura
no me gusta. Ella me gusta. Pienso que en realidad podría decirle
que es muy bueno lo que hace, pero en vez de eso contesto:
-No me gusta.
Me pide que le pase algo que yo haya escrito. Me meto a internet y saco
un cuento de mi página. Tiene dos años de antigüedad
y ya no me gusta para nada. De hecho, creo que el libro en que está
incluido es malo. Ella me dice que nunca ha escrito algo malo. Yo pienso
que no puede haber alguien no haya escrito un libro malo. Se lo cuento
al poeta que está editando este libro y me dice:
-Claro, y así cuando alguien te pregunte qué estás
haciendo, le puedes decir que un libro malo...
Ella me pide que me vaya, que seamos amigos. Cuando me acompaña
a la puerta del antejardín, el sol me molesta. Necesito lentes oscuros.
Recuerdo que Benjamin Franklin fue el primero en usarlos. Se lo digo y
me despido. Antes de marcharme, le pregunto:
-¿Dónde estamos?
Me responde amablemente y yo le digo -por si acaso- que uno de estos días
podríamos almorzar.
-A tomarnos un trago sí, pero a almorzar no ñresponde ella
para mi sorpresa.
Ella está
casada. Tiene un hijo de catorce años, a quien me presenta en estos
momentos en el Museo de Arte Contemporáneo. Es una exposición
colectiva en la que participa aquel amigo de la primera vez. Él
también es pintor y está enamorado irremediablemente de... Andrés
trae consigo un skate. Recuerdo cuando yo andaba en skate (en esos años
le agregábamos el board) y la vez que mi hermano me empujó,
me caí y me rompí la muñeca izquierda. Me encantó
estar enyesado. Todos mis compañeros de curso firmaron el yeso.
Nunca más se me ha roto otro hueso. Mis huesos son tan firmes que
la última vez que fui al dentista se demoró cuarenta minutos
en sacarme una muela. Al irme se la dejé de recuerdo. Andrés
se siente incómodo. No sabe qué hacer con su skate. Ella
se me acerca y me dice: ìSe me pegó y no me quedó
otra que traerlo.î Pienso que los hijos no se te pegan, te aman y
quieren estar contigo a tiempo completo. Recuerdo a mi madre, me recuerdo...
de niño, seis, doce años, la primera fiesta a la que asistí,
ese primer lento, a Lorena... Miro de nuevo a Andrés. Está
realmente incómodo. No creo que le guste la pintura. Le digo que
se suba al skate y que ande no más. Él se sorprende; ella
se sorprende. Andrés mira a su madre como pidiéndole autorización.
Andrés se desliza por una de las salas del segundo piso del Museo
de Arte Contemporáneo. Es una expo con dj, así que un skater
es lo más apropiado. Una rubia alta baila sola. Discutimos acerca
de la edad de aquella rubia alta.
-Yo creo que tiene como dieciséis.
-Yo pienso que veintiuno.
Se acerca Andrés y pregunta sobre qué discutimos. Ella le
contesta. Le digo que vaya a preguntarle para salir de dudas. La rubia
había estado mirando a Andrés de reojo. Se lo digo a Andrés,
y él va hasta donde la rubia alta. Pasan segundos.
-Tiene dieciséis dice Andrés.
Nos vamos del museo y nos emborrachamos en un bar donde ella conoce a mucha
gente. Andrés no bebe; bien por él. Al llegar a mi depto
pienso que he superado alguna estúpida prueba con nota siete. Soy
un niño y me llevo bien con mis pares.
Ella está
en mi depto de pasada. Dice que sólo me pasó a ver porque
luego tiene una comida cerca. Tengo un vino blanco helándose bajo
un chorro de agua en el baño. No tengo refrigerador, menos estufa.
Un amigo me dijo que un escritor debe tener estufa y refrigerador, que
son indispensables.
-¿Puedo usar tu baño? me pregunta.
Y cuando vuelve me dice que nos podríamos tomar aquel vino, pero
que tiene hambre y que, si no come algo, se puede emborrachar. Telefonea
a sus amigos para decirles que llegará tarde a la comida. Compramos
comida china. Comemos, bebemos. Pasan las horas. Decide no ir a la comida
de despedida de un tal Ricardo, pero sí al edificio para dejarle
un regalo con el conserje. Me pide que la acompañe. Descubro que
soy un excelente acompañante.
Ella está
tendida sobre mi cama y dice que es muy rica. A su lado, yo aprovecho para
encender mi pc y le muestro unas escenas de películas: Taxi driver,
El silencio de los inocentes, 2001: Odisea del espacio. Ella bebe más
vino. Ahora escuchamos
a The Smiths. No tengo más música. Sólo un cd. Me
lee un texto de lo último que ha escrito. No me gusta su literatura,
me gusta ella.
Ella está
sobre mí, completamente desnuda. Jadea. Escucho mi protector de
pantalla. Es la estación orbital MIR. Estoy en las nubes. Minutos
más tarde, ella se viste y antes de irse, se tiende sobre el sofá
y se queda ahí como una niña, esperando el radio taxi. Me
siento como su padre. No soy su padre. Al otro día,
cuando está a punto de tomar un bus para reunirse con su esposo
en el balneario de Cachagua, me telefonea angustiada:
-¿Tú que opinas: debo ser honesta conmigo misma o con los
demás?
Respondí que con ella misma. Pero ayer este amigo pintor me dijo
que la pregunta en cuestión guardaba una trampa. No me estaba preguntando
eso. ìPor lo demás, León, la mayoría de las
mujeres nunca son honestas consigo mismas.î
Hoy volvió de Cachagua y no me atrevo a llamarla por teléfono.
En realidad, me gustaría saber terminar con este cuento.
Ella es hermosa.
Suena cursi decirlo, pero lo es. Estoy sentado a ocho cuadras de su casa,
en una fuente de soda, tomando una cerveza. Ella está a mi lado
y sus ojos se llenan de lágrimas. Afortunadamente no llora. De lo
contrario, creo que yo también lloraría. No me gusta llorar. Ella me reprende
de una forma muy particular: -Me pasan muchas
cosas contigo. Te odio, te encuentro un cabro chico, a veces muy inteligente
y otras perverso. Pero a ver, ¿qué quieres de mí:
ser amigos, acostarnos...? Ella está
a punto de contarme por enésima vez que está casada, que
tiene un hijo de catorce años, pero se contiene. Ella se pasa la
mano por los ojos; se le aclara la mirada y me siento mejor. Pide la cuenta.
Mientras llega, me da el resto de su cerveza. Me la tomo. Pagamos, y
ella me pide que caminemos hasta su casa. Caminamos. Hablamos de no sé
qué. Las bocas no hablan. Le toco el cabello. Me mata su cabello.
Ella dice que está bastante grande como para venir a descubrir ahora
que existe el amor. El amor no existe, dice ella para convencerse. Me parece
una bonita frase. Le sigo tocando el cabello. Ella dice que por favor no,
que cualquier vecino la podría ver. Tiene miedo. Viene un taxi colectivo.
Quiero despedirme de un beso en la boca, pero sólo alcanzo la mejilla.
En la noche, siempre los taxistas andan apurados.
A los dos días
de esta cita, por fin descubro la manera de terminar este cuento. Si no
lo hacemos, arderá sangre y correrá Troya. Ninguno de los
dos quiere sufrir. Ambos tenemos poca tolerancia al dolor. He descubierto
que ella es más frágil que yo. Es un cristal, y los cristales
siempre terminan por romperse. Lo mejor será que mañana le
diga que no nos veamos más. Y mientras pienso en cómo será
ese mañana, recuerdo aquella frase: Los caballeros no tienen memoria.
Y luego agrego a modo de nota mental: excepto yo. En realidad, me costaría
mucho decirle al mundo esto nunca sucedió.
de lyon - - - - - -
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- - - a 31 diciembre
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