MANOS I
La cabeza yace entre
luces y un enigma. Las manos se han perdido. Los
movimientos ya no son, conscientemente,
circulares. Agujas finas intentan
deliberadamente componer un sentido.
Pero los minutos pasaron mucho antes
que los segundos.
Unos ojos atentos
no pudieron responder a la desesperanza de una mirada.
Todo aparenta un crimen. Todo juega
a ser verdad, las reglas dejaron de
pertenecer a una realidad creíble.
Gime el cuerpo
ensangrentado, gime entre rosas y tinieblas. Las manos,
enfermas y valientes, mataron un silencio
insoportable. Todos observan como
la víctima, quizás mas
culpable que las manos, se aleja en un sin fin de
caminos superpuestos.
Gritos que se escuchan
desde la parte oriental, despiertan a los
habitantes del refugio de enfrente.
Es la que detenta el poder sobre los
vivos, es la que llora por su destino.
La intranquilidad se transforma en la
cotidiana sensación de sobrevivir
en los arbustos. Puentes entrelazan y
destruyen.
El cuerpo se ha
ido sin las manos. El cuerpo se ha ido en busca de una
incomprensible alma. Se pregunta si
son aquellas las culpables o tal vez él
no pertenezca a los inocentes.
Los hilos deseados
huyen fingiendo una roja pasión. Pero lo que se
quiebra, instantáneamente,
se hospeda en el olvido. El cosmos subyace, a
pesar de lo que las manos pueden trazar.
La incertidumbre, a veces, puede
ofrecer diversas posibilidades. La
existencia de la víctima ha desaparecido,
pero perdura un leve murmullo. Es
la cabeza, que yace entre obscuridad y
respuestas.
OBSCURA ELECCIÓN
Un sobre apoyado
en la cama. Iluminación indeterminada. Caos en el
orden físico y mental de la
habitación. Los objetos se encuentran perplejos,
como mi asombro ante esa carta.
Al cerrar los ojos
la obscuridad me cegaba la mente. Creí correr sin
rumbo hasta tropezar con aquel
supuesto momento inesperado. Y el vértigo a
la posibilidad de caer generó,
en mí, la concreta sensación de haber buscado
aquel obstáculo.
Esa carta
ya no existe. Se esfumó entre unas manos. Pero recuerdo
vagamente su forma, su color. Guardo
una huella de ese instante: la
naturalidad de un final, que yo acepté
al confirmarse la sospecha.
La huida fue en silencio. El descubrimiento
-hoy evoco- en penumbras. Esa
habitación no se mantiene intacta.
Hubo cambios indefinidos. Los objetos
parecen continuar en estado de asombro.
Busco entre
mis libros una señal de autor, que contenga la inmensa
necesidad del artista. Pareciera que
todo resurge en las obras. Busco,
intento y desespero. Las palabras
fluyen, las ideas se dispersan. Es esa
carta la que me perturba.
El escritorio
parece golpear el espacio. Abstraído, irrumpe una
reflexión. Sentado frente a
mis páginas descubro que, quizás, nunca fui el
destinatario de ese sobre, quizás
pertenecía a otro hombre. Pero lo incierto
me condena, esa carta ha desaparecido
entre la incertidumbre.
Torpe, necio,
indago en las suposiciones. No hay indicios. Sólo resta
el azar. Entonces desprecio los resultados.
Finjo disminuir el tiempo y en
la noche acelero. Es demasiado tarde,
tal vez alguien este esperando, tal
vez ya no lo haga. Quiebro entre mis
sábanas y encuentro un inadvertido
sobre. Es apropiado.
Quieto.
En la obscuridad percibo presencia. Hay pasos. No suelto el
objeto. Cierro los ojos y caigo. El
vértigo se reveló en mi noche.
ESTRELLAS Y DEMONIOS
Escribir con reflejos quebrados.
Hilos que vierten la claridad del
instante.
Sus ojos tiñen la tragedia
del cuerpo.
Giran los colores para invadir de
estilo, el blanco desconocido.
Las manos aceleran y recuerdan la
forma perdida.
Pulso a destiempo en la figura triste.
No existe la quietud cuando la tristeza
se esconde.
Semejanzas que refugian, desamparo
que diferencia.
Gritos. Extraño sentimiento
que vibra en la constante.
Aparece la muerte.
La obscuridad impone su esencia: estrellas
y demonios.
TERRITORIO DEL ESPEJO
Deambula lentamente
por Parque Lezama. Mientras discurre por sus
pensamientos lo acompaña una
mirada perdida. Sus recuerdos se
interrelacionan sucediéndose
incoherentemente.
Tropieza.
No se asusta. Su cuerpo esta cansado, han pasado ya muchos
años. Los párpados se
cierran un instante. Siente que en esa visión fugaz se
infiltran determinadas revelaciones
de lo inconsciente y determinados
descubrimientos de la imaginación.
Ve
a un joven leyendo. Esta alejado, la dimensión de la distancia la
ha perdido con el tiempo. Lo observa
con detenimiento y se susurra a sí
mismo que los caminos del parque le
son desconocidos.
El
verde se ha vuelto opaco. O tal vez sea la distorsión de un
anciano. Horacio se acerca al muchacho
e invade el territorio. Nada ha
dejado de ser, todo ha cambiado su
apariencia. Es otoño y las hojas gualdas
se desplazan en la inquietud.
Hay
contemplación infinitamente sutil. Parece invierno, la miscelánea
de evocaciones le obsequia intermitentes
escalofríos. Esos ojos podrían ser
reconocibles, las facciones son similares.
El libro
del joven esta polvoriento. Su título -El escritor- perturba
al anciano. Éste reconoce un
vestigio del pasado. Esas manos, esas páginas
han sido -tal vez sean- suyas.
MANOS II
Izquierda.
Un eje, quizás paralelo. Dedos, tobillo, rodilla. No hay
interferencia entre el dolor y el
corazón. Subiendo encuentro el hombro, un
codo particular, muñecas descaradas
y manos, manos que trazan. Infinitamente
izquierda.
Silueta de
mujer que se va definiendo con traviesas curvas. Ojos
grandes que se deslizan por el cuello,
cruzan tímidamente el pecho y se
introducen por el ombligo. Pies que
se desnudan mutando virginidad.
Mariposas violetas recorren un cuerpo.
Viajar hacia la izquierda. Un
refugio. Las flores temen ser descoloridas.
Existe un
crimen amarillo. Una muerte suspende. La desazón del estómago
confirma que la derecha no participa
en el juego.
Marionetas
que bailan sobre serpientes rojas, verdes. Brazos que se
extienden en una ciudad en guerra,
desahuciada, inmortal. Un mensaje
adherido a un muro. La zona izquierda
persiste en el tiempo.
Los números
del calendario se desdibujan con las gotas del viento.
Kilómetros de pintura para
utilizar en el área izquierda. Causalidades que
se unen casualmente durante veinticuatro
horas. Nombres atravesados,
imágenes envueltas en repeticiones,
llamados invertidos. En la hoguera arden
los antepasados y los relatos.
DIRCE
La mirada de Dirce busca cuerpos diáfanos. Los párpados están
sellados sin poder evitarlo. El rostro
esta cubierto de obscuridad. Los
muros rectangulares que separan las
figuras impersonales están inquietos.
Mujer de laberintos clandestinos.
Mujer, ante todo mujer. Dirce es fiel a su
lucha terrestre.
Los
pensamientos recorren intensamente pasadizos perdidos, estrechos.
No hay hilos que liberen o encuentren,
sólo manos que deshacen, tal vez
construyen. Los pasos son intencionales,
elegidos. La postura no ha
cambiado, Dirce sigue y seguirá
buscando. Su cuerpo no responde a las
órdenes impuestas por hombres
que eligen la irracionalidad. El inmenso
desamparo atraviesa el edificio. Dirce
cree que hay voluntad, no su hija.
Clara interrumpe
el espacio quieto, lo invade de aroma a nuez. Sus ojos
configuran señales. En el tiempo.
Ha pasado el tiempo. Poco, mucho. La edad
parece la suma de tiempo. Reconforta
y a la vez abruma. Clara no es mas que
presente. Pero su cuerpo guarda intensas
marcas. Las flores que alguna vez
descubrió han desaparecido.
Los hilos que ella imagina ya no despiertan.
Parece silencio, pero el murmullo
del pasado es temor. Acontece noche,
obscuridad.
Dirce se
entremezcla en la vigilia, se confunde en un instante no
esperado. Juega con sus manos, que
ya no están amordazadas. Quiebra los
muros y encuentra a Clara, acurrucada
en un espacio propio. Las dos mujeres
vibran entre hilos que las envuelven,
entre pensamientos que no recorren
pasado. Clara no puede ver el rostro,
algo ha cambiado. Dirce escapa. Su
rostro se ha ido. Dirce se ha ido
sin Clara.
Los
párpados cerrados no quieren ver, reconciliarse. No es obscuro
allí, Dirce y Clara se iluminan.
La línea de los ojos continúa en sus manos.
Es ella que no se muestra real. Sus
ojos violetas y el cabello negro no son
apariencias detenidas en este tiempo
creído; tan sólo rasgos de una
madre-mujer, de una víctima.
La niña crece con la profunda creencia de no
repetir un destino. Tal vez sólo
seguir aquellos pasos.
Hay un vacío. Es ausencia,
eterna ausencia. Infinitos, pequeños alfileres
que se suceden para desenvolver fracaso.
Pero Clara es solamente triunfo. El
frío se ha esfumado entre los
muros, la calidez de Dirce acompaña los
instantes. La lucha sobrevive a una
hija valiente. Hay valor en los
encuentros cotidianos; porque perdurar,
sin abrigo y bajo una lluvia
inmensa, parece insostenible.
Clara
continua escribiendo en la habitación de su madre. Los objetos
se muestran repetidos, pero cada vez
que se introduce en ese cuarto hay algo
que revive. La máquina de escribir
esta allí, esperando, al igual que las
páginas en blanco, ser recorridas
por la marca de una mujer. Las palabras
forman frases extrañas. La
niña siente un leve estremecimiento. El color de
sus labios se ha tornado pálido.
Los ojos violetas parecen temblar. Se ha
producido una ruptura: la línea
de los ojos ya no continúa en sus manos.
Alguien se apropió del cuerpo.
El rostro se vuelve obscuridad. Los pasos son
fuertes, estruendosos. La impersonalidad
se hace presente. Los muros
acompañan el grito de Dirce.
Son los ojos violetas; ya no quieren ver.
VANIDAD SIN VANIDAD
Bajo un descuido
se desdoblan las pestañas. Los ojos marchitos se
enfrentan a un león que escapa
hacia su jaula. Mientras los pasos se
dispersan para desorganizar las líneas,
unos guantes opacos se deslizan por
un escote impredecible. La búsqueda
retrasa el encuentro. Es tarde para
tantas mujeres perdidas. Demasiados
hilos entre tu cuerpo y el mío.
Un viejo
cuaderno revela la improbabilidad de hallar el tiempo que te
afecta. Es lo que rodea la estatua
de papel. Siempre la misma razón para
perderte. Siempre se deshacen las
mariposas. Entonces la calma ya no
funciona con sangre. Temblabas. Sólo
un cuerpo.
Grandes.
Jaulas grandes. El león quiebra ante su mujer. Es vanidad sin
vanidad lo que pretende mostrar. Hay
un maltrato con un pincel. Nada es
nada. Los colores han desaparecido.
Sólo queda el león entre tu cuerpo y el
mío.
LA CAÍDA
Marionetas
que cuelgan. Sombras y espectros. Una ventana abierta.
Paredes invadidas y un hombre quieto,
en un sillón. Ojos abiertos, frente
distendida y labios pesados.
Martino esta
cansado. Su cuerpo ya no quiere responder a los actos
voluntarios. El empapelado, de fondo
beige con círculos marrones, gira sobre
su cabeza. Es un hombre dócil.
Su lento y silencioso llanto se extiende por
infinitos puntos que tal vez llevan
a la recta llamada tiempo.
Una energía
de nieve recorre su columna. Una aguda puntada en el pecho
le advierte que las reglas del juego
se ahogaron en un valle perdido.
Martino y unas llaves. Arriba. Abajo.
Manos que capturan el azar, pero no
comprenden. Pasan por un centro desconocido,
hasta que se produce la caída.
El llavero ha perdido su equilibrio.
Un ruido estruendoso en la casa vacía.
Quizás un alboroto.
El hombre, en la
soledad del espacio, no percibe más que llaves,
inútiles y encubridoras. Ojos
cerrados, brazos en descenso y un rostro
privado de fé. Una risa de
niña, traviesa y disconforme, se asoma desde
lejos.
Martino ve frente
a él dos sillas vacías. Serpientes que se deslizan. No
movimientos. Frío. Sin respirar.
Huye su serpiente. No diferencia el color
de los cuerpos. Sus pensamientos corren
frenéticamente hacia una muralla.
Sus párpados se hunden evitando
la instancia. No es dueño de su tristeza,
avanza sin preguntas, sin formalidades.
Son dos voces,
tibias e inquietas, que se acercan por un pasillo
sombrío. Ellas no perciben,
quizás no pertenezcan a la misma dimensión.
Sobreviven para luego encontrarse
en la cocina. Martino ya no persigue sus
pasos. Dos niñas, mujeres que
imitan la voz de un hombre, quizás el del
sillón. Parecen animales enjaulados,
parecen mostrar coraje, pero son sólo
temor.
El cuadro de la
figura azul coloca la mirada en los ojos de un señor
frágil. Martino se apropia
de sus fantasías vigilando a las nínfulas que
solo derriten el hielo de un hombre
de fuego.
Otra caída.
Es una pulsera conocida. Materiales encadenados para formar
objetos con función. El reloj
marca las siete. Ya no recuerda la hora de
entrada a su casa. ¿Casa? El
suelo no nivela los sonidos. Se fusionan el
agua y el fuego, ardiendo.
El ambiente esta
condenado, no hay salida. Las líneas que se bifurcan
parecen no terminar más que
en un punto que no es final, sino comienzo. Cae
un plato de porcelana, celeste y blanco,
sobre las baldosas aterradas. Una
mancha húmeda en el techo se
desliza hacia abajo, como Martino en el sillón.
Sus pies se acomodan en el aire para
precipitarse hacia la superficie. Se
consolida el hombre disperso.
El cuadro
azul ya no respeta, invade la mente y distorsiona los
sentidos. Martino reencuentra esos
ojos, reconcilia el cuerpo. Comienzan los
pasos lentos y silenciosos. Mientras
las serpientes entrelazan los cuellos,
el veneno se desliza por la superficie.
Es territorio invadido, peligroso.
Los muros parecen derrumbarse de a
poco. Gritos. Sucede lo elegido. Hay un
encuentro de tres, mínimo,
intenso. Cada uno libera su pócima. Los objetos
parecen personificarse, las personas
quiebran. Martino cree ver, pero ni
siquiera siente. El hombre del sillón
ha caído definitivamente. Las nínfulas
creen salvarse pero las marionetas
conquistan.
> De: mariana chami
<marianachami@hotmail.com>
Para: <salvaje@labutaca.com>
Fecha: jueves, 14 junio
2001 02:12
Asunto: Prosa poetica
Hola.
Les mando algunas prosas
poeticas que pertenecen a mi libro "Territorio del
cuerpo" editado en abril
de este año por editorial Tierra Firme.
Me gustaria saber si
les interesa y si es asi, a lo mejor les puedo acercar
el libro de alguna manera.
Bueno desde ya muchas gracias
Mariana Chami
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