Qué me sostiene en medio
de estos cambios,
apenas lo reconozco ya,
es una especie de futuro borroso,
guardado en un obscuro cajón.
Me sostiene un recuerdo,
una madre,
un cacho de carne recién nacido.
tu espalda,
el humo de los bares,
el fuego de un cubata,
el recuerdo de tus ojos ya cerrados,
un amigo que aún no ha muerto,
un parque, unos litros, unos porros,
el café con hielo, un billar,
el abismo de entre tus piernas en
que llego siempre
sediento,
mi viejo, mi koala, mi talega,
el jorobado de Notredamme y su encantadora
anaconda,
el viejo Gepeto y su eterna esperanza,
la tierna y a veces maliciosa Ricitos
de oro,
el pequeño Calimero que
al final saldrá del cascarón;
tu promesa de no morirte nunca,
tu lengua que me envenena
el veneno de tu cama,
la cama donde jamás descanso,
el descanso que me dan tus pechos
calientes,
el calor de tu vientre,
el ventrículo dónde
guardas mi foto,
la foto de tu esqueleto,
tu esqueleto que me sostiene,
tu sostén en el lavabo,
el lavabo dónde jamás
lavo mis manos,
tus manos que arañan mi corazón
ya podrido,
la podredumbre de saberme tan sólo
hombre,
el hombre que deja el pan,
el pan duro de todos los días,
los días que quedan por venir,
venir que ya no sé si es ir
o volver,
volver, volver algún día,
a un puerto, que no sé si
estará abierto,
la abertura de tu falda,
la falda que ya jamás te quitaré.
Quisiera escribir como Pablo Neruda,
pero mis ojos no saben mirar,
creo que si saben mirar,
pero lo que les pasa a mis ojos
es que no saben hablar.
Lo tengo todo en mis pupilas
tu muerte, la mía,
tu vida, la mía,
Mis ojos,
hoy,
lo contienen casi todo
el hambre,
el cansancio,
la injusticia,
el tedio,
la soledad,
la muerte,
la vida,
la ternura,
las lágrimas,
las bombas,
las ametralladoras,
las vendas,
los ataúdes,
los cuerpos ya sin alma y sin llanto,
las madres ya sin hijos,
las manos sin dedos,
las muletas casi sin cuerpo,
otros ojos arrasados, llenos de espanto,
llenos de
impotencia,
llorando ya lágrimas sin sal
de tanto llorar, ya sin
lágrimas,
Lo contienen casi todo
y no contienen casi nada
soy un gusarapo que intenta
explicarse algo,
y no entiende nada,
ni la génesis ni el holocausto
final,
ven¡¡ y,
sácame los ojos
qué no quiero mirar,
sin que mis ojos sepan hablar,
ven y córtame la lengua,
qué intento explicar algo y;
no sé.
En estos tiempos difíciles
y angustiosos
nadie está para nadie,
los ojos que creías que lloraban
por ti,
miran ya para otro lado,
los corazones que pensabas que latían
al mismo compás
cerraron sus válvulas de sangre
para ti,
todo es asesinato con premeditación
y alevosía, a
veces
con nocturnidad y
siempre te pillan con los pantalones
bajados.
Ya no tiene sentido estar aquí,
o allende los mares,
ir o volver,
pensar y vivir,
sufrir y amar,
caminar o sentarse en la vereda a
ver el ocaso,
las brújulas se han perdido,
quién me ha habrá robado
la mía,
fue un mes de abril lluvioso,
y desde entonces no encuentro mi casa,
duermo en los bancos de los parques,
me caliento con dulces cartones de
vino y
sueño que llego a casa y allí
me esperas junto con mi brújula.
Dónde se habrá quedado
mi norte
la estrella polar de tus pechos
esas dos anclas que eran tus manos
que se enterraban en mi,
y la luz dulce que se entreveía
en el faro de tus
piernas,
ahora la noche cae y hace frío
tengo que encontrar algunos cartones
para arroparme,
si no moriré de frío,
o ya estoy muerto?
Este dulce vino me dice que no
aún sigo vivo.
Cuantas faldas por subir
y ya sin manos,
cuantos coños por lamer
y a mí me acaban de cortar
la lengua,
me acabo de fumar un puro por que no
tengo ya tabaco,
la boca me sabe a mierda y a vino,
y a sopa de sobre, fría.
Toda una ciudad por descubrir
y yo bajo tierra
cuantas veredas por andar,
y yo sin piernas por una „mina‰
antipersonal,
Bueno me queda uno de los dos corazones
que tenía,
al otro lo apuñalaron
el mes pasado,
en un callejón a medianoche,
y no me pude defender,
por que tenía los pantalones
bajados,
quédate a cuidar de él
esta noche,
yo quiero ir a ver las luces del puerto,
y a las putas del puerto,
que me han dicho que son muy bonitas,
Y, además, creo que me pueden
prestar un corazón,
ya sé que es de segunda mano,
y con mucha tralla,
pero aún me vale para respirar,
quédate a cuidar del corazón
que me queda
que quiero ir a ver la ciudad
que recién está estrenada
para mí,
no quiero que me vuelvan a pillar
con los pantalones
bajados
y con el corazón al aire,
quédate a cuidar de él
que voy a respirar.
EL VENDEDOR DE VERSOS Y LA PUTA
Caminaba desgarbado pero
con cierta elegancia, era
alto, delgado y con algunas cicatrices,
algunas se
veían y las otras había
que mirarlas con los otros
ojos; que esa tarde la gente del pueblo
descubrió en
la piscina. Era extraño verlo
allí, parecía de esas
personas que no tienen el sano hábito
de ir
periódicamente a la piscina.
Había llegado al pueblo
hacía un par de días,
con una extraña maleta, no era
muy grande, pero la gente intuía
que guardaba dentro
de ella grandes misterios. Tenía
el pelo algo largo,
la barba rala y siempre vestía
un gabán con manchas,
en honor a la verdad, todo él
era una mancha de olvido
como si la vida le hubiera destinado
eternamente a
desaparecer de las vidas de los demás,
en verdad era
una gran mancha de soledad.
- Yo creo que es
un huido, parece un salteador de
caminos o algo peor.. -Decía
la señora Justa, sentada
con una amiga en el borde de la piscina,
desconocedora de su propia ignorancia,
y desconocedora
de que ésta, había envenenado
toda su vida.
- Pero hija si de esos,
ya sólo se ven en las
películas de John Wayne. Bueno,
será lo que sea, pero
es muy guapo, y que ojos más
tristes tiene, ¿verdad?
Una vez que se quita ese triste gabán,
parece que hay
alguien que respira debajo. Además,
ese bañador, le
sienta muy bien.- Sentenció
Consuelito, en el tono en
el que salen solas las verdades, las
que se ven con
los otros ojos.
Hermes ya estaba cansado
de nadar. Decidió que
antes de ir a la ducha se daría
un pequeño baño de
vapor.
Subió las escalerillas
y con paso algo cansado se
acercó a la puerta del baño
de vapor, abrió la puerta
y el golpe de calor que recibió
en todo el cuerpo lo
dejó algo aturdido. No veía
bien entre tanto vapor y
casi a ciegas se sentó en un
rincón de la sauna. Pasó
algo de tiempo antes de situarse en
el tiempo y en el
lugar. Una vez que pudo respirar con
normalidad,
empezó a entrever entre la
bruma de vapor, una figura
que parecía la de una mujer,
no podía asegurarlo, pero
tampoco le importaba demasiado. Pronunció
un tímido:
- Hola..
Una voz como salida de
alguna oscura madriguera
respondió a ese tímido
saludo. Sí, era una mujer, a la
que no había visto en su deambular
durante estos días
en el pueblo, le pareció extraño
ya que el pueblo no
era muy grande y parecía que
sus gentes siempre
estaban en las calles, parecía
como si el tedio
empujase a las gentes a la calle.
Algunas gentes
salían a mirar la realidad,
otras a admirarla, otras a
llorarla y otras sólo a destruir
lo poco de hermoso
que queda de ella.
Ella parecía también
cansada, pero con un cansancio
arcano, como ya de muchos años,
lo miraba y sonreía
con una sonrisa cansada, triste, casi
transparente,
pero limpia como hecha de cristal.
Tenía el pelo muy
largo y ensortijado, como si dentro
de él escondiera
muchos secretos, como si tuviera en
él las respuestas
a muchas vidas acabadas, como si en
él se hubiera
posado la raíz de la vida.
Su cuerpo aún mantenía la
lozanía de épocas pretéritas,
algo deformado por los
años, pero conservaba la belleza
con la que nacen
algunos cuerpos, esa belleza imperecedera
con la que
nacen y mueren algunos ojos. Algunos
le llaman candor,
otros beatitud encantada, pero es
esa belleza de la
que, a pesar de todo, nace todo lo
bueno y lo suave.
Hermes distinguía
en la niebla el brillo de sus
ojos, como si se fuera a extinguir,
pero sabía que ese
brillo sólo se extinguiría
cuando se acabase su vida.
- ¿A qué
te dedicas? ˆ preguntó ella, sin más
ánimos que la curiosidad que
hace brotar una persona
nueva en un lugar.
- Soy vendedor ambulante.
- ¿Y qué
vendes? Te he visto por el pueblo,
arrastrando tus pasos y hablando con
la gente, parecía
como si ellos al hablar o al
entrar en contacto
contigo dejaran tras de sí
un pesado lastre, como si
fueran algo más libres, pero
como si esa pesada valija
te la dieran a ti, parece como si
esa súbita felicidad
fuera inversamente proporcional al
brillo apagado de
tus ojos.
- Vendo sueños,
esperanzas y algunos versos tristes
- ¿Y la gente te
los compra?
- Hay personas que necesitan
de sueños, de
esperanzas y de algunos versos tristes
para sobrevivir
y no ahorcarse de la viga más
alta de casa. Algunas
personas necesitan no estar afligidos
eternamente.
- ¿Y qué
cobras por ello?
- Sólo tiempo y
alguna escondida sonrisa que tenía
miedo de salir. Y cuando estoy destemplado,
un café.
Ella quedó prendada
de sus palabras, parecía como
si se expresara en un idioma que no
había escuchado
jamás, pero que para ella era
totalmente inteligible.
Creyó escuchar en la lenta
cadencia de sus palabras,
sí, eso mismo, la misma cadencia
de la vida, como si
en sus palabras se escondieran los
mismos secretos que
ella guardaba en su pelo.
Hermes venció su
miedo y con la impunidad que le
daba la espesa niebla caliente, preguntole,
por su
trabajo, sin más intención
que saber de ella.
- Soy puta, vivo en una
casa allá arriba de esa
loma.
- ¿Cómo
te llamas?
- Me llamo Magdalena.
Hermes tenía miedo
de seguir preguntando, pero
quería saber más de
ella y de sus heridas. El calor y
la presencia de Magdalena lo mantenían
en una especie
de trance de miedo y cansancio, era
agradable pero lo
desorientaba.
- Perdón, pero
no me has dicho tu nombre, ¿verdad?
- Hermes.
- O sea, que éste
no es tu rumbo final.
- Creo que no.
- ¿ Me venderías
algunos versos tristes?, es que no
tengo belleza que llevarme a los ojos,
a cambio te
ofrezco algo de calor. Te ofrezco
este cuerpo con
heridas que cerrar y otras nuevas
que tú abrirás. Te
ofrezco este alma con llagas de desconsuelo
que jamás
cerrarán, esperando que tus
versos puedan contener las
hemorragias durante algún tiempo.
Salieron de la piscina
con la sonrisa escondida
dentro de sus bocas, con la sonrisa
del que le ha
ganado una batalla al tiempo y sabe
perdida la guerra.
Hermes se rezagó un momento
para atarse el cordón del
zapato y allí estaba ella erguida
y caminando con paso
firme, parecía una princesa,
relajó su mirada en sus
caderas en las cuales se encontraba
escondida, como si
no quisiera ser descubierta, la dulce
cadencia de la
vida, sí, en sus caderas se
encontraba el ritmo del
universo. Pensó en la muerte
un momento y quiso morir
junto a ella, fue un pensamiento fugaz
que pronto voló
al lugar de dónde no se regresa
si no es volando.
Sabía que aquella noche moriría
un poco más, dejando
en ella el cadáver de su vida
y su derrota, que se
sumergiría en el abismo de
sus pechos y moriría un
poco más, que entraría
en la cálida madriguera de sus
piernas y allí en contraría
su último aliento. El
aliento de la victoria, se sabían
vencedores entre
todos los perdedores, habían
aceptado sus propios
fracasos, sus propias taras, libremente
y sin ningún
tipo de compasión, se acogieron
con el calor y la
urgencia del que sabe que mañana
va a morir y se
encontraron de bruces con una verdad
relativamente
cierta, „ que en la vida a veces no
se pierde del
todo‰.
Hermes pasó los
siguientes tres días con sus
respectivas noches en la casa de la
loma y casualmente
llovió sin parar esos tres
días con lo que nadie se
acercó a casa de Magdalena
a mendigar sus servicios.
Se lamieron mutuamente las heridas,
encontraron el
calor del que habían sido desposeídos
en algún momento
ya perdido de sus memorias, y se borraron
las manchas
de soledad del gabán de Hermes
y la sonrisa de
Magdalena ya no parecía tan
triste y tan cansada.
El cuarto día despertó
Magdalena al despuntar el
alba, sabiendo que Hermes ya no estaría
en su cama, ni
ya en ella. Parecía una mañana,
aunque estaba todo
lleno de lodo, en la que se podía
respirar, en la que
el mundo, aunque insignificantemente,
había cambiado,
hoy salía el sol y se podía
respirar.
Magdalena, después
de salir de su ensueño, se
percató que en su mesita de
noche, Hermes había dejado
una cajita de caoba, que se apresuró
a abrir; al
abrirla empezó a brotar la
misma música que Magdalena
había escuchado estos tres
días al entrar en contacto
con el cuerpo de Hermes. Dentro había
una especie de
papiro antiguo enrollado con una de
las gomas de su
pelo. Eran los versos que le había
prometido:
Esa mujer y yo estuvimos pegados con
agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene dos pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien
labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón,
dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos
los abismos,
hasta el último vuelo de la
última ala,
cuando la carne toda no sea carne,
ni el alma
sea alma.
Gracias a Jaime Sabines, por la inspiración
perdida.
>From:
raul alhambra <chatoporras@yahoo.es>
To: <salvaje@poesiasalvaje.com>
Date: jueves, 7 noviembre
2002 22:10
Subject: Envío
de poesía
de Raúl
Alhambra
a 12 de Noviembre
02